“Runa allpacamaska” (*)
“… Nací
en el campo. Nací a 30km de ese pueblo (Pergamino), cerca había otro pueblo que
se llamaba Colón que estaba también a 25km. Nací en el mes de enero: soy del
signo de Acuario… llovía según me cuentan (me contaron después), llovía
enormemente y los caminos no eran absolutamente asfaltados. Había lodo,
lodazales inmensos; para ir a anotarme al Registro Civil había que montar a
caballo, y había más lodo para ir a Colón que para ir a Pergamino, entonces
quedaba mejor el camino del Pergamino, un viejo y hermoso pueblo. Y me anotaron
en el Pergamino porque era más fácil llegar. Yo nací en el Campo de La Cruz, el
campo de… unos tíos abuelos vascos… era una posta: para ir al norte había que
pasar por el Campo de La Cruz…” le dice Don Ata a
Joaquín Soler en aquella memorable entrevista en la televisión española hacia
finales de los años ’70.
No haremos otra referencia al lugar de su
nacimiento. No nos referiremos a su derrotero vital, pues, entendemos, es harto
conocido por nuestros lectores y existe literatura abundante al respecto.
Tampoco emprenderemos la misión casi imposible de contabilizar numéricamente su
obra; alcance con afirmar que es ricamente vasta. Sí, y con la plena certeza de
estar realizando una buena sugerencia, los convidaremos a descubrir y/o
redescubrir dicha obra sin importar el orden porque es una aventura sensorial
apasionante. De verdad.
Diremos, en cambio, que Yupanqui fue un
observador, lo necesariamente contemplativo para sortear la trampa aquella de
que “para el que mira sin ver, la tierra
es tierra nomás”. Comprometido hasta el tuétano desde el discurso que, contra
toda injusticia, fue -al tiempo que iba naciendo- y es hoy, su monumental obra.
Por momentos, un pensador que escribió mucho, cantó tanto o más y narró -como
muy pocos- las venturas y desventuras del hombre en su relación física (y
metafísica) con la tierra, y que, a partir de allí, desarrolló toda una
escuela, nos atrevemos a afirmar aquí y ahora, todavía inexplorada en su real
magnitud.
Con una docena de libros tal vez,
centenares de poemas, canciones propias, en coautoría con su esposa Nenette o
grandes folkloristas y dado a una tarea inmensurable de rescate de coplas
atemporales y anónimas, Yupanqui ha sido un paciente cultor del acervo cultural
de su tierra, un investigador, difusor incansable de “artes olvidadas” y eso lo convierte en un hombre sabio que alcanzó
las cumbres del lenguaje popular desde el llano y nos interpeló (a todos) desde
allí.
Espíritu libre, no pudo contener su vuelo
ideología alguna: “el hombre es tierra
que anda”, dijo. Y sentenció su rumbo: “Así
voy por el mundo, sin edad ni destino / Al amparo de un cosmos que camina
conmigo”. Payador perseguido, exiliado, supo “La ciudad luz” de sus muchas
luces y lo amó; o el Japón, de sus energías espirituales (¡y también lo amó! Cuenta
el panzaverde Víctor Velázquez, que en un pueblito de la tierra del sol
naciente han levantado una “iglesia yupanquiana”). Así fue su vida: “Del algarrobo al cerezo”.
Sensible de veras, conocedor de la
Argentina profunda que tantos banalizan, escribió: “… le juro, creameló, / que he visto tanta pobreza, / que yo pensé con
tristeza: / Dios por aquí no pasó”, alegato irrefutable contra y desde la
historia de un país, de un continente, de un mundo que no acierta sus rumbos y
por ello vive tanto dolor, repitiéndose hasta el plagio de realidades
insoportables.
Fue su anhelo “profundo y soñado” (en sus propias palabras), el de sumarse un día
a la legión de los Anónimos, sin nombre, sin imagen, sin historia personal. Y casi
lo logra cuando un gurí, cuando un changuito escuelero, cuando un pibe del
conurbano escucha la magnífica versión que de “El arriero” hacen los Divididos, o cuando sus sentencias animan el
aire de los mil y uno festivales de folklore que se realizan en nuestro país,
en las más diversas voces y edades.
Casi lo logra, pero estamos los empeñados
en contar que aquí, hace ya 110 años, nació un hombre que eligió llamarse
Atahualpa Yupanqui porque la tierra lo señaló para traducir en su andar, un
mensaje de milenios que empezamos a decodificar en pleno Siglo XX, mientras
esperamos, en los albores del XXI, el nacimiento de otro de esos hombres y
mujeres que vienen de lejos para contar.
Viene siendo momento: ya es “tiempo del hombre”.
(*) “El hombre es tierra que anda”,
sentencia Quechua.
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